lunes, 1 de enero de 2024

El Enigma de las Palabras Muertas (Dying Words, 2006) de Shaun Hutson

 


 

    El primer enigma de este libro es cómo coño un libro que en shakespiriano se intitula "Dying Words" se acaba traduciendo en quixotesco como «El Enigma de las palabras muertas», la responsabilidad de esta sandez, como sabemos, fue indirecta pero entera del ínclito Dan Brown. 

    Otra cosa que ni se entiende, por marciana, es que novela semejante saliese al mercado español bajo el auspicio de Minotauro, lo que demuestra, junto con otros no menos marcianos títulos de su catálogo en aquellos años (muchos de ellos, como éste que nos ocupa, en su Colección Hades), lo perdida que anduvo la dirección del sello en los años que sucedieron a la compra de la mítica editorial del gran Paco Porrúa por parte de Grupo Planeta.  

    El resto sandeces, es decir, la novela entera, fue toda ella, sí,  culpa directa de Shaun Hutson. Que quién coño es Shaun Hutson. Pues Shaun Hutson es y será siempre el autor de la novela que nuestro querido Juan Piquer Simón convirtió en la truñopeli de las babosas asesinas: «Slugs. Muerte Viscosa». Si no sabes de qué peli te estoy hablando, amigo mío, no sé en qué dilapidaste tu adolescencia, pero tengo claro que videoclubs no pisaste ni uno...   Por lo demás, quién sabe, algún día puede que hasta me le lea la novela y todo.

    La que sí leí fue esta, "Dying words", que es una cosa bastante mala y bastante reaccionaria, pero me interesaba la idea central de la trama, del enigma de marras, y que, en resumiendo, viene a exponer que, en ciertas circunstancias, la escritura pudiese cobrar vida, cuerpo, carne y sangre y, ya puestos, las más homicidas y sanguinarias intenciones.

    Al margen de esta idea, que me parece lo mejor y prácticamente lo único salvable del libro, uno asiste con cierta sonrisa cómplice a los pequeños ajustes de cuentas para con la industria editorial que Hutson va perpetrando a lo largo de sus páginas. No conforme con irse ventilando, uno a uno, y de las formas más cafres y gore imaginables, a un editor, un crítico de libros y una relaciones públicas, Hutson guarda el peor de los finales para Frank Denton, un escritor de terror superventas que dejaría en pañales al Sutter Cane de Carpenter. Cuesta muy poco imaginarse el estudio de Hutson mientras escribía esta novela, con la cara de un Stephen King sonriente colgando de la pared, a modo de diana, y seis o siete dardos perforándole los ojos...

    Otra cosa muy interesante que le encuentro a perder el tiempo escribiendo sobre estos libros mierda es que tirando del hilo del internete me topo con cosas surrealistas y del todo psicotrónicas, como que al bueno Shaun Hutson, a parte de encargarle la novelización UK de "The Terminator",  le invitaron también a meter la cuchara en escrituras mercenarias tan chachis como novelizar pelis de la Hammer:  "Twins of Evil", "The Revenge of Frankenstein", "X The Unknown"... 

    Joder. Ganarte las garrofas haciendo eso es muchísimo más divertido que escribir tu propia mierda. ¿O no? 

      


"Slugs, muerte viscosa", de Juan Piquer Simón


martes, 26 de diciembre de 2023

Los maléficos (The Doomsters, 1958) de Ross Macdonald


 

    Mola mucho cuando sales de una librería de viejo con dos bolsas a reventar de libracos y resulta que uno, ¡maldita sea, al menos uno!, de los veinte o treinta que te llevaste, no sabes bien por qué motivo, lo empiezas ese mismo  día, hasta lo acabas esa misma semana, es una sensación fantástica, de poderoso autoengaño; por un momento podrías llegar a a pensar que no estás tan mal de lo tuyo de la bibliofrenia, después de todo; incluso podrías llegar a pensar que, ni que fuese por un segundo, le pegaste un buen mordisco en el culo a la entropía.

    «Los maléficos», séptima novela de Lew Archer, en edición de Martínez Roca, número primero y bautismal de aquélla, su colección Crim, allá por el 86, cuando lo de Chernóbil, también se puede encontrar en la edición más reciente y con nueva traducción en la Serie Negra de RBA, aunque ahí la intitularon «Los malignos», pero a mí la que me gusta es ésta de los años 80 (aunque si me topo con la otra también me la pillo, lo mío sí que es estar fatal).

    Se habla muy poco de Ross Macdonald. Se escribe muy poco de Ross Macdonald. ¿Por qué? ¿¡POR QUÉ DEMONIOS!? Tan poco. De Ross Macdonald. Con lo bueno que es... Sois una pandilla de cabrones.

    Ni siquiera Pierre Lemaitre lo menciona en su «Diccionario apasionado de la Novela Negra», pero luego va el tío y le dedica tras paginazas a John Grisham... ¡Anda, Pierre querido, vete a cagar!

    Las novelas de Ross Macdonald son de lo mejorcito de su tiempo por dos motivos:

    Motivo 1: Lew Archer, el detective empático. Como hijo natural de los dos grandes totems de la novela negra norteamericana, Hammett y Chandler, Archer aspira a ser un tipo duro y solitario, pero al mismo tiempo no puede sustraerse a dejar que las penas y miserias del otro acaben determinando sus decisiones. Es lo que yo denomino, a través de sus propias palabras en «La mueca de marfil», la Ley de Archer: «Estoy de lado de la justicia cuando puedo distinguirlo. Cuando no, estoy con la víctima...». Es por esto que en muchas ocasiones Archer se acaba rebelando contra sus clientes (resultaron ser unos canallas), o bien se acaba metiendo en casos e investigaciones en los que, a priori, nadie en el sano juicio de su egoísmo se metería (el inocente parece a todas luces culpable). Esto último es la base y el arranque de «Los maléficos»: sólo Archer es capaz de empatizar con el loco, que al final no estaba tan loco como todos lo querían pintar.

 

    Motivo 2: su discurrir metafórico. Ross Macdonald es una especie de Príncipe de los malabares estilísticos, en esto es un claro afluente de Papá Chandler, que sería el Rey, solo que mientras el rey se muestra en ocasiones excesivo y ampuloso, su sucesor al trono opta siempre por la sencillez, precisa y mínima. Digamos que Macdonald es la versión lite de Chandler. Ningún detective privado piensa como piensan Marlow o Archer, en ese destilado constante de aceradísimas y contundentes metáforas y comparaciones, ¡así ni siquiera discurren los verdaderos poetas!, pero nos da igual, es lo que los hace al tiempo tan inverosímiles como fascinantes. Y por eso los leemos...

     

     Algunos botones de muestra, con el que hacerse buen traje:

    

    "Cuando volví en mí me hallaba en la cuneta, junto a las señales de los neumáticos que había dejado mi coche. Al levantarme, los campos, que parecían un tablero de damas, se colocaron en su sitio a mi alrededor, con un leve balanceo. Me sentía curiosamente pequeño, como un alfiler clavado en un mapa".

 

    "Mildred no le prestó la menor atención. Subió al Buick, aguardó hasta que el camión hubo dejado vía libre y trazó una amplia curva ante mí. Me preocupó ver cómo trataba el coche y cómo se trataba a sí misma.  Se movía y conducía inconscientemente, como alguien que estuviera solo en el espacio negro".


    "Se sentó en la banqueta del piano y sacó un cigarrillo que yo le encendí. Luces gemelas ardían en las profundidades de  sus ojos. Sentí cómo ardían sus emociones detrás de su fachada profesional, como fuegos atómicos rodeados por muros. No ardían por mí, sin embargo".

 

    "Durante un rato ninguno de los presentes dijo nada. El tictac del pensamiento continuaba como un pequeño punto de sutura en mi conciencia o a pocos milímetros por debajo de ella, tratando de unir los harapos y los andrajos ensangrentados del día".


    "La mayor parte de mis horas de trabajo las pasaba esperando, hablando y esperando. Hablando con personas corrientes en vecindarios corrientes sobre casos corrientes, esperando que la verdad aflorase a la superficie. Acababa de vislumbrarla hacía sólo unos instantes, y debía notárseme en los ojos".

 

    "Ostervelt se situó en el umbral y lanzó tres balas tras él en fuego rápido, más rápido de lo que corre cualquier hombre. Debían ser balas muy pesadas. Grantland fue empujado y zarandeado por los impactos, hasta que sus piernas ya no estuvieron debajo de él. Creo que murió antes de estrellarse contra la calzada. «No debería haber corrido —dijo Ostervelt—. Soy tirador de primera. Pero sigue sin gustarme matar a un hombre. Es demasiado fácil cargarse a uno y demasiado difícil cultivar uno".

 

    "Por una vez en mi vida no tenía nada y no quería nada. Entonces pensé en Sue y el pensamiento me atravesó, cayendo como una pluma en el vacío. Mi mente lo recogió y corrió con él y alzó el vuelo. Me pregunté dónde estaría Sue, qué haría, si habría envejecido mucho mientras permanecía emboscada en el tiempo, o si habría cambiado el color de su luminosa cabeza".